Cuando en pleno cónclave, durante un debate de la Uno, me
pidieron un título sobre el cambio de pontificado, ofrecí este: “Dos papas y un
destino: la credibilidad de la Iglesia”. También recuerdo haber deseado en una
carta “un hombre con sabor a evangelio, a desprendimiento, pobreza y apertura;
que no conciba la Iglesia como castillo sino como plaza de pueblo. Que no
se encierre en el Vaticano sino que baje a la calle para encontrar a Dios no
como una póliza de seguridad, sino como una luz que da sentido y se reparte.
Pero sobre todo que traiga optimismo, que no se sienta el dueño de una propiedad, sino el pastor amigo, el padre cercano, el hermano en cuyo hombro este mundo nuestro pueda descansar. En una palabra que pueda ser llamado ‘Papa de los pobres’”.
Aquello fue lanzado como una utopía casi irrealizable. A los cien días de
pontificado, se puede constatar que algunos de tales deseos han cristalizado en
la figura del papa Francisco. Ya en su primera aparición sus signos fueron
sencillez, oración, sobriedad y cercanía, con una identidad casi explosiva a
medio camino entre Asís y Loyola, la pobreza revolucionaria de Francisco y la astucia
práctica de Ignacio.
Se ha dicho que hasta el momento su pontificado se puede reducir a una serie de
gestos; pero que ocultan una actitud. Más allá del cambio de habitación,
zapatos, papamóvil, paramentos litúrgicos y protocolo, hay en el papa Francisco
un giro copernicano, una descentralización evidente al resituar a la Iglesia en
la periferia. Insiste en llamarse a sí mismo “obispo de Roma”, subrayando el
primus inter pares sobre el mítico pontífice máximo; baja a la calle y la
parroquia con actitudes de pastor más que de definidor dogmático; celebra la
misa cotidiana de Santa Marta, opta por una vida comunitaria para evitar el
espléndido aislamiento, y sobre todo da sus primeros pasos para tomarse en
serio el casi arrumbado Vaticano II en su concepción de la colegialidad. El más
significativo de ellos es sin duda la elección del Consejo de cardenales para
el peliagudo tema de la corrupción, y que parece que podría institucionalizarse
en una fórmula permanente de asesoramiento papal o gobierno colegiado. Aun se
esperan nombramientos claves. Pero va relativamente deprisa para los
paquidérmicos movimientos históricos de la Iglesia.
Nada que se sepa de la temida bicefalia papal. Benedicto XVI ha cumplido su
palabra de “papa nascosto” y Francisco va a publicar con él una encíclica “a
cuatro manos”. En su pensamiento, el papa argentino se está manifestando como
un gran comunicador, que pone el acento en lo positivo en vez de la condena
sistemática de los males del mundo. Ha fustigado sin duda la guerra, el
desprecio de la vida, la vaciedad de la sociedad de consumo, el egoísmo
imperante, pero sin arredrarse contra el actual imperio de las finanzas, la
lacra del paro y la explotación de los pobres, su principal preocupación. Lo ha
hecho de forma casi cotidiana en intervenciones de sabor parroquial y hallazgo
en el lenguaje, pidiendo a los curas “olor a oveja” o definiendo al Dios de la
New Age como una especie de “dios spray”.

A diferencia de muchos obispos españoles, que no salen del monotema del aborto, la homosexualidad o la enseñanza de la religión, sin haber publicado aún un documento sobre ética económica de la crisis, Francisco arranca desde la autocrítica de la propia Iglesia: corrupción, ambición, carrerismo. Hace unos meses hubiera sido inconcebible oír a un papa palabras como las dirigidas a los religiosos de América Latina: “Es posible que reciban una carta de la Congregación de la Fe, pero no se preocupen y sigan adelante en denunciar los abusos. Abran puertas, hagan algo ahí donde la vida clama. Prefiero una Iglesia que se equivoca por hacer algo, que una que se enferma por quedarse encerrada”.
¿Conservador pues o progresista? Incatalogable, porque, aunque sigue siendo el Bergoglio de siempre tradicional en la doctrina, rompe el molde por su bondadosa autenticidad evangélica. Y a pesar de que no se esperan cambios en el celibato, la ordenación de la mujer ni en la cuestión de la homosexualidad, su giro de enfoque ha cautivado incluso a teólogos progresistas como Boff, Küng, Sobrino o Gustavo Gutiérrez. Es verdad que a estos y a las comunidades de base le chirrían su frecuente recurso al diablo o la simplificación del panteísmo en modelos actuales de contemplación. También que ya se percibe una oposición silenciosa en ambientes próximos a los nuevos movimientos o webs integristas y aristócratas, tan pendientes de la rúbrica o el modelo de Iglesia wojtyliano. Francisco les canonizará a Juan Pablo II en octubre, pero a la vez ha desbloqueado el proceso de “san” Romero de América. El pueblo le quiere y las encuestas le refrendan.
¿Acabarán comiéndoselo los cuervos vaticanos como aventuran algunos? No creo. La paloma franciscana vuela con alas de discernimiento jesuítico. Y sólo llevamos cien días con esta “revolución de la bondad”.
(Publicado hoy en el diario EL MUNDO, 20-VI-2014)

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