Ya lo hemos visto. No disponemos de otro lugar para acercarnos a Dios sino el de nuestra propia biografía y, por tanto, desde nuestro propio "invento". Es decir, desde la imagen y representación que hemos ido elaborando en un tejer experiencias e informaciones recibidas que, siempre, por definición, supondrán una cierta traición y perversión de lo que Dios pueda ser. Orar entonces tendría que contar como un objetivo primero el de situarse a la escucha de una Palabra que cuestione y progresivamente vaya modificando nuestro propio invento sobre Dios.
Esa Palabra no podrá nunca llegar a nosotros al margen de la que fue su Palabra por excelencia: Jesús de Nazaret. Con todo lo que ella introduce de crisis en la idea que, de modo natural y espontáneo, tendemos a construirnos sobre Dios. Jesús, Palabra pronunciada por el Padre, debe confrontar la simple creación afectiva sobre Dios -nuestro invento- con lo que Dios dice de sí. Esa Palabra, al mismo tiempo, tampoco podrá llegarnos al margen de la comunidad de seguidores de Jesús en la que nuestra fe nace y ha de llegar a su plenitud.
Por todo esto, lo primero que tendríamos que tener en consideración es el hecho de que Jesús no se presentó como un maestro de oración, ni como el fundador de un movimiento de espiritualidad. No vino a crear una escuela de ascética y mística. Y no enseño a los suyos a orar sino cuando estos expresamente se lo pidieron.
Su prioridad se situó siempre en la praxis, en un proyecto revolucionario de transformación de lo real que denominó Reinado de Dios. La oración de los suyos y su propia oración parece que tuvo siempre el sentido de clarificar y potenciar esa praxis, surge al hilo de la experiencia apostólica y, con especial intensidad, en aquellos momentos en los que el proyecto del Reino podía verse entorpecido por valores ajenos o contradictorios con la voluntad del Padre. Son los momentos de volver a la fuente de su experiencia originaria. Getsemaní, en este sentido, constituye quizás el mejor paradigma de la oración de Jesús.
Desde aquí, la oración cristiana puede entreverse como un instrumento muy valioso para centrarnos en lo esencial de nuestras vidas, tantas veces disperso por las urgencias e inmediateces de lo cotidiano. El recogimiento es la atención a sí mismo mediante el cual se domina la dispersión. Y, como en un psicoanálisis, uno se somete a la única regla de decir verdad, de decirse ante el Otro la verdad. Meditar en presencia de Dios es por ello, de modo eminente, producir la verdad en nuestro interior.
Pero además, la oración se puede convertir también en un tiempo y un espacio privilegiado para la incorporación profunda de aquello en lo que creemos, una oportunidad para afectivizar hondamente nuestras creencias. Ya que es el contexto del encuentro y de lo relacional donde las ideas y los proyectos pueden incorporarse del mejor modo en el ámbito de lo afectivo. Es verdad que la propia integración sólo se logra plenamente en el plano del deseo y el amor y no en el del trabajo o la teorización. Y también es verdad que sólo mediante esa incorporación a nuestra sensibilidad más honda, esas ideas y creencias las podremos convertir algo realmente operativo para nuestras vida.
En la oración el creyente no está con el Dios de los teólogos ni de los filósofos. Posiblemente, en ninguna otra actividad se encuentra de modo tan vivo, personal y directo con el objeto de su creencia. En la oración entra en contacto con ese "objeto transicional" en que se implica su propia vida, la de su más privada y personal idiosincrasia. Y es en la oración donde pueden entrar en juego los elementos más conscientes de su reflexión adulta junto con los niveles más tempranos de su desarrollo. Es, por ello, el mejor cauce para la expresión de lo más único, profundo y personal de cada uno.
La oración, de otra parte, como manera de verbalizar nuestra experiencia ante un Tú radicalmente otro e íntimo a la vez, puede contribuir a organizar significativamente nuestra experiencia y nuestra vida. Es un hecho que la persona humana se constituye a sí misma en el acto de la palabra. Por eso, en un proceso de psicoanálisis no se recurre sino a la libre expresión de la palabra, con el objeto de liberarla de todos aquellos obstáculos que impiden ese propio decir que nos constituye. Mediante la verbalización de la propia historia, experiencia y proyecto el analizado se va haciendo cargo de sí y va posibilitando su propia transformación.
La oración, en este sentido, guarda un paralelismo importante con el psicoanálisis. En ella el sujeto se retoma ante un Tú radical, de modo que puede organizar de modo unitario y significativo su experiencia. Como señala A. Vergote, el hombre nunca es tan plenamente personal, yo en acto, que cuando, rezando, atraviesa los significantes discontinuos del mundo para unificarse en relación a su Dios.
Pero no podemos olvidar la conexión primaria existente para el seguidor de Jesús entre oración y proyecto del Reino. De otro modo podríamos venir a caer en una especie de psicologismo, convirtiendo a la oración en un ejercicio más o menos acertado de psicoterapia. Ello podría equivaler también a caer en una concepción puramente narcisista y egocéntrica de la fe y de la salvación. La oración que olvida esa referencia al Reino, la oración que pretende situarse al margen del ruido de lo real, es una oración que no podrá nunca ser considerada cristiana. Por más alta que sea la cota de misticismo que pueda llegar a alcanzar.
La autentificación de la vida de oración sólo viene por el ejercicio del amor fraterno. Pues sólo conocemos a Dios en el amor al hermano. No en la oración. Y si el Dios de Jesús no se deja ver sino en la historia y en el encuentro con el otro, el orante que ha entendido la cuestión que Freud planteó a la experiencia religiosa, ni puede ni desea ya buscarle por ningún otro lugar. Todo diálogo en la oración que no le remita de un modo u otro a la realidad (a la realidad propia y a la de los otros) le deja perplejo como un sueño o como un delirio. La oración adquirirá así el carácter de un momento fundamental en el compromiso con una realidad amplia y polifacética que tiene que afrontar. Se realiza "con los pies en la tierra"; es decir, en la fidelidad a ella y no desde su negación más o menos camuflada. Pues el Dios que se encuentra en este modo de orar transciende, desde luego, esa tierra, pero remite inconfundiblemente a ella.
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