
Principio integrador
El que se abre a sí mismo hacia el exterior
debe no menos abrirse hacia el interior, esto es,
hacia Cristo.
El que tiene que ir más lejos para socorrer
necesidades humanas, dialogue más íntimamente
con Cristo.
El que tiene que llegar a ser contemplativo en
la acción procure encontrar en la intensificación
de esta acción la urgencia para una más profunda
contemplación.
Si queremos estar abiertos al mundo, debemos
hacerlo como Cristo, de tal manera que
nuestro testimonio brote, como el suyo, de su
vida de su doctrina.
No temamos llegar a ser, como Él, señal de
contradicción y escándalo…
Por lo demás, ni
siquiera Él fue comprendido por muchos.
Sobre la oración

¡Por favor, sean valientes! Les diré una cosa. No la olviden. ¡Oren, oren mucho!
Estos problemas no se resuelven con esfuerzo humano. Estoy diciéndoles cosas que
quiero recalcar, un mensaje, quizás mi canto de cisne para la Compañía. Tenemos
tantas reuniones y encuentros pero no oramos bastante.
Un nuevo nacimiento, una vida nueva, vida de hijos de Dios. Este es el milagro del
Espíritu…esto presupone una delicada atención a las voces del Espíritu, una interior
docilidad a sus sugerencias y por lo mismo, más todavía, una plena disponibilidad
que sólo una sincera libertad de todos y de todo hace posible y eficaz. “El viento
sopla donde quiere, y oye su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así
es todo el que nace del Espíritu”.
Vivir hoy, en todo momento y en toda misión el ser “contemplativo en la acción”,
supone un don y una pedagogía de oración que nos capacite para una renovada
“lectura” de la realidad -de toda la realidad- desde el Evangelio y para una
constante confrontación de esa realidad con el Evangelio.
Les pido una nueva exigencia: la de buscar, si es necesario, otros modos, ritmos y
formas de oración más adecuados a sus circunstancias… y que garanticen
plenamente esta experiencia personal de Dios que se reveló en Jesús.
Hoy, más quizá que en un cercano pasado, se nos ha hecho claro que la fe no es
algo adquirido de una vez para siempre, sino que puede debilitarse y hasta
perderse, y necesita ser renovada, alimentada y fortalecida constantemente. De ahí
que vivir nuestra fe y nuestra esperanza a la intemperie “expuestos a la prueba de
la increencia y de la injusticia”, requiera de nosotros más que nunca la oración que
pide esa fe, que tiene que sernos dada en cada momento. La oración nos da a
nosotros nuestra propia medida, destierra seguridades puramente humanas y
dogmatismos polarizantes y nos prepara así, en humildad y sencillez, a que nos sea
comunicada la revelación que se hace únicamente a los pequeños.
Así, cuando invito a los Jesuitas y a nuestros laicos a profundizar en su vida de fe
en Dios, y a alimentar esa vida por medio de la oración y de un compromiso activo,
lo hago porque sé que no hay otro modo de producir las obras capaces de
transformar nuestra maltrecha humanidad. El Señor habla de “sal de la tierra” y
”luz del mundo” para describir a sus discípulos. Se saborea y se estima la sal, se
disfruta de la luz y se la estima. Pero no la sal insípida ni la luz mortecina.
P. Pedro Arrupe, SJ.
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