“Para Ti, el silencio es una alabanza, oh Dios, en
Sión” (Sal. 65, 2) (64, 2).
El silencio cegado producto del dolor, o, como quieren
otros, el silencio de quien se abandona sin pedir nada, es decir el silencio de
la adoración confiada, se transforma automáticamente en alabanza y plegaria. Es
evidente que esta intuición basada en el silencio (Salmo 22, 3; 39, 3; 62,
2) no podía menos que estimular la búsqueda de textos paralelos sobre todo
con autores místicos.
El famoso teólogo místico judío B. lbn Paquda en el siglo Xl
escribía: “Como el caso de una perla de inestimable valor, todo cuanto se pueda
decir del silencio no hace más que despreciarlo”. Y el célebre Moisés
Maimónides le hacía eco escribiendo que “no hay verdadera plegaria si no es en
el silencio”, mientras que la espiritualidad clásica de Sta. Teresa de Ávila y
de S. Juan de la Cruz exaltaba esta dimensión “inefable” de la oración.
Sor Isabel de la Trinidad, carmelita de Dijón, había
desarrollada así esta lectura del Texto Masorético a propósito del versículo 2:
“La adoración es una palabra del cielo. Me parece que se puede definir como el
éxtasis del amor; del amor abrumado por la belleza, por la fuerza, por la
inmensa grandeza del objeto amado. Se cae en una especie de desfallecimiento,
en un silencio pleno, profundo, aquel silencio del cual hablaba David cuando exclamaba:
“el silencio es tu alabanza”. Sí, ésta es la más bella alabanza porque es la
que se canta eternamente en el seno de la apacible Trinidad” (Ultimo
retiro, día 8, 20).
En esta línea se mueve también el comentario “israelita” de
Emmanuel: “El silencio es la más alta glorificación de Dios, porque es la
expresión más pura de la pasión del alma por Dios. Por eso, no hablar más de
Dios, sino callar en Dios” (Gianfranco Ravassi, I Salmi, Editrice
Dehoniana, Bologna, 1999).
Dice Sto. Tomás: “A Dios se lo venera mediante el silencio,
no porque no podamos decir o conocer nada de El, sino porque sabemos que somos
incapaces de comprehenderlo (abarcarlo)” ( ln. Boethio, 2,13 ad. 6).
Y en otra parte dice que es más lo que no sabemos que lo que
sí sabemos respecto de Dios, porque su inmensidad no tiene medida humana, sino
medida divina. Por eso, aunque alabamos a Dios con palabras, más perfectamente
lo hacemos con el silencio. Y dice Juan Pablo II que los primeros objetivos de
la pastoral litúrgica serán: “la fe vivificada por la caridad, la
adoración, la alabanza al Padre y el silencio de la contemplación” (
En el XXV aniversario, no 10; 4 de Diciembre de 1988).
“El silencio y el apaciguamiento de los rumores, o de los
ruidos, en cierto modo como que fuerzan al alma a pensar en Dios y en los
bienes eternos” (Ídem).
Este silencio tiene un sentido analógico, o más bien varios
sentidos analógicos: el silencio exterior, el silencio interior y el silencio
divino.
Y éste es nuestro tema, cómo progresar en el camino del
silencio en la presencia de Dios, que habita en nuestro interior, en Sión: “El
Reino de Dios está dentro de vosotros” (Lc. 17, 21).
“Hace un instante nos invitaba el Señor a ‘permanecer en
El’, a vivir con el alma en la herencia de su gloria, y ahora nos manifiesta
que para encontrarle no tenemos necesidad de salir de nosotros mismos: “El
Reino de Dios está dentro de vosotros”.
Dice S. Juan de la Cruz que en la sustancia del alma, donde
ni el demonio ni el mundo pueden llegar, es donde Dios se comunica a ella
[...]”
Silencio exterior
Es el silencio en su primer acepción, la ausencia de ruidos
molestos, o simplemente la ausencia de ruidos o sonidos inarmónicos, o de un
volumen superior al nivel de captación normal del oído humano.
Porque hay sonidos que no interrumpen el silencio: como son
los sonidos creados por Dios en la misma naturaleza. La mera ausencia de
sonidos (el mutismo) no es garantía de silencio, porque éste es “el aliado
inseparable de la palabra… Las momias son mudas, no silenciosas. Los monjes son
silenciosos, no mudos; se pasan largas horas hablando con Dios recitando
salmos.
Una casa es silenciosa, no precisamente cuando está
deshabitada, sino cuando palpita de vida consciente sometida al espíritu. Tibi
silentium laus (Salmo 65,2) ( Hélene Lubienska de Lenval, El
silencio a la sombra de la Palabra, p. 8, Centro de Estudios San
Jerónimo, Santa Fe, 1994).
No hablaremos del daño físico que produce el ruido, tanto en
plantas y animales como en el hombre; es algo ya muy estudiado. Basta nombrar
los daños en el oído y en el cerebro. ( El derecho del hombre al
silencio, UNESCO ) Pero hablemos de los problemas causados por el ruido a
nivel psicosomático, que es el ámbito propio de las pasiones, y por tanto el de
la conducta.
Resumimos dos testimonios sobre el tema: (Quienquieraoirqueoiga…
si lo dejan, Ricardo Luis Masqueroni; La Carta del Silencio de Santa Fe de
1971. Asociación de Logopedia, Foniatría y Audiología del Litoral)
“El ruido es factor de estrés, aumenta el sentimiento
displacentero, que tiende a transformarse en ansiedad crónica. Aumentan las
respuestas agresivas. La conducta ruidosa es, muchas veces, indicadora de
déficit de socialización. El ruido constituye un problema que desborda lo
meramente académico y perturba y lesiona los elementos esenciales de la vida de
nuestra sociedad. El ruido actúa sobre el sistema nervioso, alterando las
conductas de los individuos”.
Concluye la Carta del Silencio:
1) el hombre necesita para su desarrollo pleno la superación
de todos aquellos obstáculos que afectan su desenvolvimiento físico, sensorial,
emocional y su integración en la comunidad.
2) la contaminación del silencio por los ruidos
altisonantes produce lesiones orgánicas y funcionales.
3) el ruido urbano crea un estado psíquico de
irritabilidad que no favorece el comportamiento humano.
4) la creación artística, científica y técnica
requieren de ámbitos no solicitados por estímulos psicosensoriales.
5) debemos tomar conciencia sobre los efectos
perniciosos del ruido sobre la conducta humana.
6) la vida del hombre sobre el planeta merece
rescatar los elementos primigenios que signaron el progreso de la humanidad
,como el silencio que la naturaleza brinda a sus criaturas sin estridencias o
estrépitos”.
Reflexionando sobre el influjo del ruido sobre las pasiones
y sobre la conducta del hombre, podemos valorar el papel del silencio sobre las
mismas: así como el ruido excita las pasiones como causa extrínseca negativa,
pero no en orden a un comportamiento virtuoso, sino más bien lo contrario; el
silencio (cuando no es mera ausencia de ruido) debe colaborar a ordenar las
pasiones hacia el bien moral.
Esto nos recuerda la tesis tradicional de que nada hay en el
intelecto, que no haya pasado antes por los sentidos. Por eso una buena
percepción sensorial ayuda al conocimiento de la verdad; mientras que el ruido
dificulta el conocimiento de la verdad, afectando tanto a los sentidos externos
(oído, vista, etc.) como a los sentidos internos, encegueciéndonos.
Lo primero que vemos es que este silencio exterior colabora
con el recogimiento de los sentidos, los que en lugar de dispersarse en
diversos objetos exteriores pueden ordenarse hacia el bien moral, y hacia la
presencia de Dios en el alma, en la búsqueda de la unión con Dios.
En este recogimiento y silencio exterior suele Dios hablar
al alma con “palabras sucesivas”: ciertas palabras y razones que el espíritu,
cuando está recogido en sí mismo, suele ir formando y razonando para consigo
mismo.
“Estas palabras sucesivas, siempre que acaecen es cuando
está el espíritu recogido y embebido en alguna consideración muy atenta y, en
aquella misma materia que piensa, él mismo va discurriendo de uno en otro y
formando palabras y razones muy a propósito, con tanta facilidad y distinción y
tales cosas no sabidas de él, va razonando y descubriendo acerca de aquello,
que le parece que no es él el que hace aquello, sino que otra persona
interiormente lo va razonando, o respondiendo, o enseñando [...] El Espíritu
Santo le ayuda muchas veces a producir y formar aquellos conceptos, palabras y
razones verdaderas” (S. Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, Libro 2,
cap. 29, 1.)
Ciertamente que no todas estas palabras son del Espíritu
Santo, sino que se mezclan con palabras que forma el alma en su recogimiento;
de lo cual puede nacer soberbia y vanagloria.
“Porque lo que no engendra humildad y caridad y
mortificación y santa simplicidad y silencio, etc. [...] puede estorbar mucho
para ir a la divina unión, porque aparta mucho al alma, si hace caso de ello,
del abismo de la fe» (Ibíd., Libro 2, cap. 29, 5)
En este silencio y recogimiento debemos poner nuestra
atención en Dios, antes que en nuestros pensamientos:
“El Espíritu Santo alumbra al entendimiento recogido (…] y
el entendimiento no puede hallar otro mayor recogimiento que en fe [...];
cuanto más pura y esmerada está el alma en fe, más tiene de caridad infusa de
Dios”.
“Y el provecho que aquella comunicación sucesiva ha de
hacer, no ha de ser poniendo el entendimiento de propósito en ella; sino que
simple y sencillamente, sin poner el entendimiento en aquello que
sobrenaturalmente se está comunicando, aplique la voluntad con amor a Dios,
pues por el amor se van aquellos bienes comunicando” (Ibíd., Libro 2, cap.
29,7)
Silencio interior
Pero no es tan sólo un problema exterior: ¡sí fuera tan
fácil como suprimir todos los ruidos! Existe también un ruido interior del cual
debemos también liberarnos para alcanzar el silencio interior. Aquí debemos
ocuparnos de purificar nuestras pasiones, que se ven movidas no ya por
elementos exteriores, sino por los sentidos internos, en especial la memoria y
la imaginación.
“Pues la empresa ascética más importante es impedirle al
corazón que se abandone a movimientos pasionales y el intelecto a pensamientos
pasionales», (Teófano el Recluso, en La oración interior, p. 27, ed. Lumen,
Bs. As., 1995)
Cuando las pasiones están desordenadas y sirven a los
vicios, en cuya raíz están el amor propio y el orgullo. La memoria y la
imaginación, por ser potencias cognoscitivas, tienen su función virtuosa en la
“estudiosidad”, y su función viciosa en la “curiosidad”. Cfr.
TeológicaII, II, q. 167, a. 1.
Estudiosidad: la virtud de la estudiosidad (el amor por
la verdad de las cosas) exige el orden de las pasiones, su dominio por medio de
las virtudes morales, especialmente la humildad, por la cual nos
sujetamos gozosamente a la verdad, descubierta por nosotros o por cualquier
otro.
Curiosidad: un deseo inmoderado en adquirir conocimientos,
que nos lleva a ocupar nuestra mente en algo que no lleva al bien moral ni a
Dios.
Esta curiosidad puede ser de varias maneras:
1)cuando por el estudio (la atención) de lo menos útil, se
aparta la atención de lo que necesitamos conocer. Como si el sacerdote dejando
de lado las S. Escrituras, se ocupara de novelas y canciones de amor.
2) desear conocer lo que no es lícito conocer ni
indagar. Como cuando consultamos a los espíritus (demonios) sobre el futuro.
3) desear conocer la verdad de las creaturas, no
refiriéndola al fin debido, o sea al conocimiento de Dios, que es la suma
verdad.
“En la consideración de las creaturas no debemos ejercitar
una curiosidad vana y perecedera, sino que hemos de utilizarlas como escalones
para elevarnos a las cosas inmortales y que siempre permanecen” (S.
Agustín, De vera religiones, c. 29).
4) desear conocer la verdad que está por sobre la propia
capacidad de ingenio; por lo cual fácilmente se cae en errores.
Pero el bien del hombre, que es su felicidad, no consiste en
conocer cualquier verdad de cualquier manera, sino en la perfecta contemplación
de la suma verdad.
Lo cual nos lo recuerda el antiguo poema:
“La ciencia más acabada
es que el hombre bien acabe,
pues al fin de la jornada
aquél que se salva sabe,
y el que no, no sabe nada”.
Esto lo define magistralmente S. Dionisio Areopagita, (Jerarquía
eclesiástica, c. 1)
“Toda jerarquía tiene como fin común amar constantemente a
Dios y sus sagrados misterios; amor que El infunde y en la unión con El se
perfecciona. Pero antes hay que despojarse por completo de todo cuanto le sea
contrario. Consiste el amor en conocer aquellos seres tal como son,
contemplar y conocer la verdad sagrada, en participar lo más posible por unión
deificante de aquél que es la unidad misma. Es el gozo de la visión
sagrada que nutre el entendimiento y deifica a quien llega hasta allí”.
Esta curiosidad, que nos dispersa y nos aparta del verdadero
fin del hombre, promoviendo el desorden de las pasiones, se ve fomentada por la
televisión y los medios de comunicación en general.
“La visión de espectáculos se hace viciosa, en cuanto que el
hombre se inclina a los vicios de lujuria y de crueldad, al verlos allí
representados. También es vicioso el ocuparse de los vicios del prójimo,
sea para despreciarlo, o para interesarse inútilmente” (S. Teológica
lI-II, q. 167, a. 2. ): vanidad y frivolidad.
Y así nuestro espíritu divaga por senderos que no conducen a
Dios.
Debemos, entonces, silenciar el alma, o sea mortificar los
apetitos:
“Los apetitos desordenados causan dos daños principales:
privan al alma del espíritu de Dios; y la cansan, atormentan, oscurecen,
ensucian y debilitan. Estos dos males se causan por cualquier acto desordenado
del apetito, por que en un sujeto no pueden caber dos contrarios, y son
contrarios el espíritu sensual y el espíritu puro espiritual. El que se
apacienta y se preocupa con las creaturas no puede apacentarse y preocuparse
con Dios” (S. Juan de la Cruz, Subida 1, 6).
Los apetitos cansan y fatigan el alma, porque son como hijos
inquietos y caprichosos, que siempre están pidiendo a su madre, y nunca se
contentan.
El alma se cansa y se fatiga cuando desea cumplir sus
apetitos (pasionales — sensuales — viciosos) porque es como el que teniendo
hambre abre la boca para hartarse de viento, y en lugar de hartarse se seca
más, porque aquél no es su alimento y el apetito no se apaga, sino que aumenta
cuando se lo acepta (Cfr. ídem.)
“Un alma que se preocupa de su yo, que se deja arrastrar de
sus susceptibilidades, que se ocupa en pensamientos inútiles, que se deja
llevar de toda suerte de deseos, es un alma que tiene disgregadas sus fuerzas y
que no está totalmente orientada hacia Dios. Su arpa no vibra al unísono. Al
pulsarla, el Maestro Divino no puede hacer brotar de sus cuerdas armonías
divinas. Queda en ella todavía mucho de humano, hay disonancias”. (Bta.
Sor Isabel de la Trinidad, Último retiro, día II)
Para silenciar la memoria debemos poner en ella a Dios:
acordarnos de sus maravillas”, (Sal. 104) sus beneficios en favor de los
hombres, sus mandamientos, sus palabras: “Cuando encontraba palabras tuyas, las
devoraba” (Isaías).
Este recuerdo nos trae la santa alegría: “Acaso no ardía
nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino, y nos abría
las Escrituras?” (Lc. 24, 32), dicen los discípulos de Emaús recordando
cuando Cristo les explicaba lo que el Antiguo Testamento decía de Él.
Para silenciar la memoria debemos poner en ella el recuerdo
de nuestra condición de pecadores: “Tengo siempre presente ante mí mi
pecado” (Salmo 50), para alcanzar la verdadera humildad.
“La humildad procede del conocimiento que tiene el alma
de sí [...] El alma reconoce que por sí misma no existe y que el ser
que tiene lo ha recibido gratuitamente de Dios y no de sí misma. Entonces se
entrega al aborrecimiento y desprecio de sus culpas» (Sta.
Catalina, Diálogo, 10)
Para silenciar la memoria debemos quitar de ella el recuerdo
que pueda despertar en nosotros afectos (o pasiones) desordenados.
1) los lazos naturales: familia, amigos, la Patria,
(que son bienes dados por Dios), cuando no los amamos para
Dios. Pues esta tierra es un lugar de exilio, y el cielo es nuestra
Patria definitiva; de tal modo que amando lo propio estemos libres para Dios:
“Escucha, hija, mira e inclina tu oído, olvida a
tu pueblo y la casa de tu padre; el Rey desea tu belleza, porque
El es tu Señor, adóralo” (Sal. 44,11)
Para no ser engañados por el mundo, nos advierte
San Juan de la Cruz:
“No ames a una persona más que a otra, que errarás, porque
es más digno de amor, aquel que Dios ama más, y no sabes tú a cual ama más Dios
[...]. De esta manera cumples mejor con ellos que poniendo el afecto que debes
a Dios en ellos” (Cautelas,6 — 5)
Consideremos los grandes amores de Dios: en primer lugar la
humanidad de Cristo, que está unida hipostáticamente al Verbo. Nosotros debemos
amar la humanidad de Cristo, que está en la Eucaristía, en la Hostia
consagrada. Poder comulgar ha de ser nuestra preocupación cotidiana. En segundo
lugar la Virgen María, que es la persona más amada por Dios.
Amamos más a nuestra familia, a nuestra Patria, amando
primero a Dios, a Cristo, a la Ssma. Virgen y a los Santos.
2) los placeres y delicias naturales, riquezas y comodidades,
dignidades y honores, que no deben ser tenidos desordenadamente sino puestos al
servicio de Dios y la salvación de las almas.
“Jamás dejes de hacer las obras por falta de gusto o sabor
que en ellas hallares, si conviene al servicio de Dios que las hagas. Ni las
hagas por sólo el gusto y sabor que te dieren, sino conviene hacerlas tanto
como las desabridas” (ibíd. 16)
“Es necesario aborrecer toda manera de poseer; empleando el
cuidado en buscar el Reino de Dios es decir, en no faltar a Dios; que lo demás
se dará por añadidura (Mt. 6, 33), pues no ha de olvidarse de ti el que
tiene cuidado de las bestias” (ibid. 7).
“De corazón procura humillarte siempre en la palabra y en la
obra, holgándote del bien de los otros como del de ti mismo y queriendo que los
antepongan a ti en todas las cosas, y esto con verdadero corazón (…] Y seas
siempre más amigo de ser enseñado de todos que querer enseñar aún al que es
menos que todos” (ibid. 13).
Así el alma, puesta en el silencio interior, se vuelve apta
y dispuesta para ser enseñada inmediatamente por el Espíritu Santo, que se
aparta de los pensamientos necios, y llena los corazones puros. Pues Dios, al
ver el vacío de la memoria, inmediatamente lo llena con sí mismo. Al ver el
alma vacía del conocimiento de las creaturas, la colma con noticias divinas.
“El bien moral consiste en la rienda [dominio] de las
pasiones y freno de los apetitos desordenados, de lo cual se sigue en el alma
tranquilidad, paz, sosiego y virtudes morales, que es el bien moral. Esta
rienda y freno no la puede tener de veras el alma no olvidando y apartando
cosas de sí, de donde le nacen las afecciones [afectos]; y nunca le nacen al
alma turbaciones si no es de las aprehensiones [recuerdos] de la memoria,
porque, olvidadas todas las cosas, no hay cosa que perturbe la paz ni que mueva
los apetitos, pues lo que el ojo no ve el corazón no lo desea” (Subida 3,
5,1)
“El alma [silenciada la memoria] goza de tranquilidad y paz
de ánimo, y por consiguiente de pureza de conciencia, que es más; y en esto tiene
gran disposición para la sabiduría humana y divina, y virtudes. Tiene en sí el
alma, mediante este olvido y recogimiento de todas las cosas, disposición para
ser enseñada y movida del Espíritu Santo” (ibid. 3, 6,1-2).
Y Dios habla en este silencio interior, por medio de
palabras formales; para esto puede haber silencio exterior o no, puede haber
recogimiento o no, pero sí debe estar el alma purificada en sus afectos y
pasiones.
“Palabras formales, que algunas veces se hacen al espíritu
por vía sobrenatural sin medio de algún sentido, ahora estando el espíritu
recogido, ahora no.
Son palabras como cuando habla una persona con otra [...]
Son para enseñar o dar luz en alguna cosa…; ponen al alma pronta y clara en
aquello que se le manda o enseña, .. . a veces ponen en el alma repugnancia y
dificultad, lo cual hace Dios para mayor enseñanza, humildad y bien
del alma.
Pero no se ha de hacer lo que ellas dijeren ni hacer caso de
ellas, sino se han de manifestar al confesor maduro o a persona discreta y
sabia” (ibíd.2, 30)
Este silencio interior debe también reinar en la
inteligencia, ya que el camino de la unión con Dios se realiza en la pura fe:
rechazar los pensamientos inútiles, por supuesto. Seremos juzgados por cada
palabra vana: “En verdad os digo que de toda palabra ociosa deberéis dar cuenta
en el día del juicio”. Y también pensamientos y razones humanas, que no son
proporcionadas a la unión con Dios.
Las pasiones tanto más reinan en el alma y la combaten cuanto
la voluntad está menos fuerte en Dios y más pendiente de creaturas, porque
entonces con mucha facilidad se goza de cosas que no merecen gozo, y espera lo
que no aprovecha, y se duele de lo que, quizás, se debiera gozar, y teme donde
no hay que temer» (S. Juan de la Cruz, Subida, L. 3, c. 16, 3-4).
Silencio divino
Una vez purificadas las pasiones y las potencias del alma,
entonces Dios actúa totalmente en nosotros, sin encontrar obstáculo alguno; y
Dios termina de instaurar la unidad de todas las potencias y de todo el ser,
que sólo busca lo único necesario: Dios.
En este divino silencio es donde Dios pronuncia palabras
sustanciales; que, a diferencia de las formales, realizan en el alma lo que
Dios dice, no por acción consciente del hombre, sino por la potestad absoluta
de Dios.
“La palabra sustancial hace efecto vivo y sustancial en el
alma, y la solamente formal no así; tal como si nuestro Señor dijese al alma:
“Sé buena”, luego sustancialmente sería buena; o si le dijese “ámame”, luego
tendría y sentiría en sí substancia de amor de Dios; o sí temiendo mucho, le
dijese: “no temas”, luego sentiría gran fortaleza y tranquilidad [...] y así lo
hizo con Abraham, que en cuanto le dijo: “Anda en mí presencia y sé
perfecto” (Gen. 17, 1), luego fue perfecto y anduvo siempre acatando
a Dios.
Acerca de éstas no tiene el alma que hacer ni querer ni que
no querer, ni que desechar, ni que temer. No tiene que hacer en obrar lo que
ellas dicen, porque estas palabras sustanciales nunca se las dice Dios para que
ella las ponga por obra, sino para obrarlas en ella [...]. Debe estar [el alma]
con resignación y humildad en ellas”(S. Juan de la Cruz, Subida 2,
31).
Así llega el alma al final del camino, en la unión con Dios;
es el “descanso del alma” que, a diferencia del cuerpo, descansa cuando su
actividad se hace más intensa (la visión beatífica en el cielo, la
contemplación mística en la tierra), porque ha encontrado el término de sus
deseos y la sustancia de su dicha. Y este divino silencio se transforma en la
más perfecta alabanza de Dios: “A ti la alabanza del silencio” (Sal. 65,
2)
Como expresa Dionisio, que a medida que el alma se eleva a
Dios, purificándose y deificándose, necesita cada vez menos palabras, porque va
también unificándose:
“Cuanto más alto volamos menos palabras necesitamos, porque
lo inteligible se presenta cada vez más simplificado. A medida que nos
adentramos en aquella oscuridad [luminosa de Dios] que el entendimiento no
puede comprender, llegamos a quedarnos no sólo cortos de palabras, mas aún, en
perfecto silencio y sin pensar en nada. Al coronar la cima reina un perfecto
silencio. Estamos unidos plenamente al Inefable” (Teología Mística, 3)
“Que en el alma se haga un profundo silencio, eco del
que se canta en la Trinidad”(Bta. Sor Isabel de la Trinidad).
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